¿Recuerdan cuál fue su primer teléfono móvil? ¿Y cómo lo consiguieron? Yo sí, corría el año 2000, septiembre para ser exactos. Pensábamos en comprar uno para posibles contingencias, todo después de que nuestro clásico R-11 dijera basta en medio de la carretera con mi pobre madre al timón, cuando con la promoción de Camy nos vino Dios a ver. Domingo a domingo, helado a helado, completamos la cartilla para el sorteo en el bar de Charly, y al acabar el verano, la fortuna pagó dividendos.
Si apenas cierro los ojos, me veo en ese bar, adonde iba de pequeño con mis padres, un domingo cualquiera, tomando un pincho de pulpo antes de cruzar la plaza para buscar a Eloy y jugar con él y con su perro Barry hasta que termine de caer la tarde. Luego tendremos que volver a la capital, con ese aire depresivo del final del domingo, y afrontar otra horrible semana de colegio. O quizá sea uno de esos domingos de otoño, de esos que merodean cerca del Pilar, de Todos los Santos, de la Constitución o de la Inmaculada, o incluso de Navidad, de esos alegres, alegres porque el día próximo no habrá escuela, y podremos quedarnos hasta tarde jugando en aquella plaza, ajenos al frío de Castilla, entre los jardines que tan grandes nos parecen, que nos proporcionan escena para mil y una aventuras, y que, como todo lo que dejamos atrás, sólo está en nuestra memoria. Entre descascarillados bancos de metal verde, con alguna botella de plástico abandonada en un rincón o rescatada de una papelera, jugaremos al fútbol como si realmente lo hiciéramos en el Bernabeu o el Camp Nou. Gracias a que es víspera de fiesta, seguro que se unen Jaime o mi tocayo Juan Sesma, y si la suerte es completa, seguro que rematamos con una cena en el Manhattan.
Pero no crean que sólo hace frío. Ya les he dicho que fueron precisamente los helados que tomamos en el verano de 2000 los que nos valieron nuestro primer teléfono móvil, grande y pesado como el sillar de una colegiata. Eso fue durante las tardes de domingo veraniegas, pero también hubo noches, noches perezosas de calor, cuando el clima de la meseta permitía aguantar al raso con un jersey, como mucho, y todo el mundo abandonaba el establecimiento para buscar el frescor de la terraza. A la luz de las farolas, abarrotadas de bichejos que, como satélites del fulgor, revoloteaban alrededor, idotas, para incomodidad de los presentes. A la luz de esas farolas, digo, hasta la Fuencis buscaba refugio de aquel bar, y sólo se internaba en él para cumplir con las comandas.
Mas ningún barco queda desmadejado del todo mientras siga en él su capitán. Cuando los fogosos benjamines, exhaustos de tantas carreras y patadas a botellas, entrábamos cual estampida de búfalos a abrevar un vaso de agua, siempre había alguien al otro lado.
No había nadie en las mesas, nadie acodado en el mostrador. Cruel imagen del abandono. Triste bar sin parroquianos, parodia de una taberna. ¿Cómo podía serlo en tal estado de deserción? Pues lo era, porque aun con las traiciones instigadas por el estío, el Charly contaba con capitán. Un comandante que siempre tenía un vaso de agua dispuesto para los sedientos.
Hoy, en cambio, algo me falla. Será que me he hecho mayor, será que Barry ya no está para jugar o que Eloy ya no me espera en la casa de su abuelo. Será que Juan Sesma se ha quedado en Valladolid, o que Jaime ha cruzado el Mediterráneo para estudiar en Malta. Será porque aún hace frío, o porque la Plaza Mayor ha cambiado. Será que ya no regalan teléfonos con los bombones helados, o simplemente que hoy no es domingo. El caso es que hoy que sí veo parroquianos, no veo la cantina. ¿Dónde está la cantina? ¿Por qué no está la cantina?
Será que no falta la cantina, y sólo extraño a su cantinero.
Será que no puede haber un bar Charly si nos falta Charly.
Será, sencillamente, que no puede haber cantina sin cantinero.
Hasta siempre, cantinero.
Juan Martín Salamanca.
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